Las cartas sin respuesta

Hubo un tiempo en que el colegio dedicaba una clase de Español a explicar “La carta” y “El telegrama” (títulos con lápiz rojo). El formato de telegrama había que buscarlo en la oficina de Telecom y el sobre de bordes adornados con líneas rojas y azules valía diez pesos en la papelería del barrio. La literatura epistolar fue mi primer acercamiento a las letras.

La comunicación parecía más efectiva de lo que resulta ahora, aunque se trataba del modelo básico emisor-mensaje-receptor y su retroalimentación con unos días de espera. La carta permitía hablar de las cosas a profundidad, “pensar antes de hablar” y dejar un registro escrito generalmente digno de ser guardado por la importancia de cada palabra o de la caligrafía de algunos corresponsales. El telegrama, más rápido pero mucho más costoso, volvía maestros de la concreción a sus usuarios. «Viernes. Tren 16:00. Beso». Así se aseguraba una bienvenida en la estación.

Desde muy niño me volví escritor de cartas, escribía a familiares y amigos muy queridos en Bogotá, Barranquilla, Santiago, Berlín y Tokio, entre tantos lugares. Muchas de ellas se perdieron porque Adpostal (ahora 472) siempre ha tenido un mal servicio. El correo colombiano, para los que no saben o no lo usan, es el mismo que tuvo esperando al coronel de García Márquez que no tenía quien le escribiera. Pero otras cartas sí llegaron y tuvieron respuesta.

La magia de esa comunicación reside en el esfuerzo. El destinatario puede saber por la calidad del papel (del sobre), la ausencia de errores, o el tipo de caligrafía que el remitente se esforzó, que seguramente tuvo que cambiar una página completa por un tachón en la penúltima línea, que hubo tiempo y energía, posiblemente un borrador sobre el que se derramaron algunas lágrimas (las cartas generalmente son muy emotivas para remitente y destinatario). Nuestros chats de ahora son 70% emoticones o stickers; los más pesados graban largas notas de voz que obligan al otro a pausar la música; otros solo hacen spam de fotos con o sin ropa; y los pocos mensajes escritos olvidan las tildes… el 80% de ellos fueron escritos en multiventanas, mientas el remitente veía memes sentado en la taza del inodoro.

Recibir una carta era un momento bastante especial. O bien recibirla de las manos del cartero o llegar a la casa y encontrarla sobre la mesa del comedor. Un sobre que había viajado por lugares increíbles, de mano en mano, navegando el Atlántico, el Pacífico (o bien sobrevolándolos) hasta llegar a un comedor pelado en las esquinas en el barrio San Alonso en una ciudad de nombre tan extraño como Bucaramanga. Estampillas y matasellos del mes de enero estando ya en marzo o abril. A veces venía adentro una postal (generalmente en el correo colombiano las postales se pierden si se envían por fuera de un sobre, que es el estado natural de una postal), unas calcomanías de verdad para pegar en el cuaderno o en el closet de la habitación, unas palabras llenas con pequeñas dosis del espíritu del remitente. Porque escribir cartas era casi siempre escribir cartas de amor.

En Europa todavía funciona el correo postal, durante las festividades navideñas y de fin de año se envían cientos de miles de cartas y postales con buenos deseos. De hecho, la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, de la que todo el mundo habla, llegó al cargo después de una huelga convocada por los servicios postales a quienes se unieron todos los otros gremios. Y las cartas volvieron a fluir y las postales con buenos deseos llegaron a las manos de sus destinatarios, la Navidad estuvo cargada de alegría y el año nuevo de pólvora nociva para los perritos, pero de eso no tienen la culpa las cartas o los carteros.

Hace unos días me encontré a una amiga que no veía hacía 17 años. Los ojos azules más bonitos que haya visto (lo siento, abuela) y una de esas sonrisas que alegran el día. Hace 17 años la conocí tres días antes de volver a Colombia a terminar el bachillerato, presentar por primera vez los exámenes de educación superior y sacar la balota para el servicio militar durante el régimen de Uribe I. La felicidad nos duró dos días y prometimos mantenernos en contacto, alcanzamos a escribirnos un par de cartas y después de empezar la Universidad pasaron meses sin recibir respuesta así que dejé de escribir.

En la última semana de 2019 hablaba con esa amiga, un pequeño repaso de 17 años de decisiones buenas, malas y pésimas, los seres humanos somos buenísimos para dos cosas sin importar la latitud o el país que nos haya tocado: estar siempre inconformes y ser capaces de superarnos en cualquier aspecto, algo muy bueno cuando se trata de algo bueno y muy malo cuando se trata de algo malo (perdón por lo tautológica que resulta la oración). «¿Y por qué dejó de responderme?». «Porque usted dejó de escribir». Por supuesto, la carta nunca llegó, Communication breakdown.

Pasaron 17 años, los mismos ojos azules, la misma sonrisa, evidentemente somos más viejos, ni la piel ni el pelo se ven iguales. Las cartas que no llegan, la tapa amarilla con el grabado de un vaporeto sobre el río Magdalena en esa edición de “El amor en los tiempos del cólera” de Oveja Negra, la serendipia… Pero no, pasaron precisamente 17 años y crecer consiste en no irse de cara con los juegos que propone el tiempo, en aprender de los errores. Pagué mi cerveza y me marché sin darle rienda suelta a la infatuación, al mismo tiempo que un novio celoso, el de mi amiga, entraba al lugar; hay gente a la que el tiempo solo le pasa en el documento de identidad y eso dista de ser un piropo.

Y sin embargo guardo sus cartas, las de ella, las de otras personas que se tomaron la molestia de sentarse y escribir, de poner en un sobre una parte de su esencia en un momento específico de sus vidas, de pagar por una estampilla y esperar. A veces, releo esas cartas, a veces me río porque como todas terminan siendo cartas de amor algunas caen en la cursilería o el exceso de drama. A veces releo las copias de las que he escrito yo, con el mismo objetivo al que le sumo ese de recordarme cómo soy y cómo he sido, para no perderme de vista porque el arma letal del tiempo es la memoria.

Ciudad, coma, fecha, a quién va dirigida la carta, saludo, y vuelvan a comunicarse con sentido, midiendo cada frase, diciendo algo por fin, tómense el tiempo, digan todo lo que tienen que decir desde un lugar más interesante que el cuarto de baño. Metan los folios en un sobre y paguen por las estampillas, continúen viviendo mientras esperan una respuesta. Háganlo por el solo ejercicio de demostrarle al mundo o demostrarse a ustedes que todavía poseen algo de humanidad.

Adenda: Las cartas son cartas de amor, pero también las hay de odio, quien sabe de lo uno sabe de lo otro porque son caras de la misma moneda.

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