La música suena y los niños bailan alrededor de sillas vacías. La música se detiene y cada quien debe buscar dónde sentarse…
En la primera ronda hay un lugar para cada uno, pero cuando la música se reanuda y todos deben volver a bailar, quien dirige el juego retira uno de los asientos, cuando la música vuelva a detenerse una persona se quedará sin silla, para ella el juego habrá terminado. Después de varias rondas llenas de tensión, solo quedará una silla para una persona, la única que saldrá ganadora de todo esto.
Es la preparación para la vida, un juego inocente nos pone a tono desde una edad temprana. La burbuja de los niños afortunados se irá quebrando con el paso de los años y la vida real en el mundo capitalista será un interminable juego de las sillas.
Conseguir un cupo en la universidad, un turno en la sala de Urgencias de una clínica, un puesto de trabajo, un asiento en el autobús, un momento en la vida de otra persona que por casualidad esté soltera y con ganas de complicarse la vida… Pero ese no es el problema real.
El asunto es que el juego tiene un lado oscuro, no lo gana el que mejor baile, tampoco el niño más feliz. A medida que el juego avanza y se incrementa la tensión, los participantes dejan de ser amigos, algunos se sientan encima de otros, se empujan, se gritan, alguien se enfada, alguien llora y generalmente el ganador es alguien que tiene mucha suerte o es quien haga más trampa.
Suena la música. Te dicen que si estudias y eres el mejor tendrás el futuro asegurado. La música se detiene. Conseguiste entrar a la universidad pero tuviste que pedir plata prestada. Tus compañeros del colegio no tuvieron la misma suerte: unos trabajan; otros tuvieron un retraso y serán padres; uno se fue de policía, otro pasó a la Cárcel Modelo; otros se subieron borrachos en una motocicleta y pusieron su nombre en una lápida.
La música vuelve a comenzar y bailas animado, pero con desconfianza. Te vendieron la idea del amor en la música y la TV, todo el mundo te mintió al respecto. “Color rosa”, dijeron, “vivieron felices por siempre”. Se corta el sonido en forma abrupta, corres a sentarte. Resbalas, casi caes, pero consigues sentarte al lado de una mujer alta de pelo negro que sacó con un empujón brutal a una muchacha más joven que usaba lentes. “Oiga, lo amo”, te dice. Sonríes. “No, usted cree que me ama, que no es lo mismo”. A ella no le hace gracia, pero sabes que no te equivocas, si quedara una sola silla intentaría matarte.
Otra vez se da rienda suelta a la música y quedan menos sillas. Recuerdas los tiempos felices en que solo eras un niño en una piñata. Ahora tu vida depende de si logras poner el culo en un asiento. Todos se mueven, pero ya no bailan, hace tiempo que se perdió la alegría. Quedan tres hombres y dos mujeres y solo hay tres sillas. Te dicen que si trabajas duro un día tendrás una pensión, una familia, que no vas a estar solo nunca más. La música se detiene y corres a sentarte. Hay empujones, insultos, un hombre gordo se sienta encima de una mujer y ambos desbaratan uno de los asientos. “Todo esto es inútil”, piensas. Te quedas sin silla, tu vida ha terminado.
Mientras te retiras, escuchas de nuevo cómo se reanuda la misma canción. Cabizbajo, echas un ojo al equipo de sonido y ves a una pareja de gente mayor, son los que dirigen el juego y controlan la música. Están muertos de la risa. Él da un sorbo a su vaso de whisky y ella fuma en medio de carcajadas. Te dicen que siempre hay esperanzas, te piden que tengas fe, pero el juego estaba perdido desde que sonó la música por primera vez.
Los dos finalistas bailan alrededor de la última silla, ninguno sabe que el premio para el ganador es un rompecabezas.