Los fantasmas

«(…) Su espíritu se desvanecía poco a poco mientras oía la nieve caer suavemente de uno a otro extremo del universo y, como el descenso de su último trance, sobre todos los vivos y los muertos.» (The dead, James Joyce)

En el hermoso pasaje que abre esta publicación hay dos personajes que representan cualquier relación tóxica contemporánea: uno que quiere controlar al otro porque cree que lo sabe todo pero no sabe nada; el otro que vive en el pasado, que guarda en la memoria a un muerto, que idealiza y romantiza el amor. Todos debemos tener claro que no se le puede ganar a un muerto ni pretender vivir en el presente con alguien estancado en el pasado. He sido el primer personaje, he sido el segundo, he sido ambos, y también les he padecido como actor de reparto porque no hay que perder de vista esa frase atribuida a Shakespeare, el mundo es un teatro y nosotros actores bastante versátiles.

La obra se repite una y otra vez, cambian las caras y a veces los nombres, quizás a algunos les resulta más fácil repetir los nombres, a otros las caras. «No es mi tipo», es una forma de sugerir que existe un «tipo», un molde que hace más fácil elegir mil veces a la misma persona. «Es la misma Stacy Malibú con otro sombrero», diría Lisa Simpson. Y los resultados son los mismos, porque aunque el sombrero fuese bonito se trataba de la misma Stacy Malibú. Le damos demasiada importancia a este teatro porque nos gusta sentirnos importantes, bañados de luz en el escenario… Pero esto es tema para otro post. El tema de hoy son los fantasmas.

No existe nada después de la muerte y existen mil formas y mil muertes distintas. Muy a pesar de casi todo el pensamiento occidental las cosas son y no son al mismo tiempo. La realidad, de dudosa procedencia ella, está tan atada a los pensamientos que es posible hacer contacto con todo tipo de fantasmas. ¿Qué es en este caso un fantasma? Es el cuervo que se posa sobre el dintel de la puerta del narrador creado por Poe, «Nevermore, nevermore». Un fantasma es una aparición, una proyección del pensamiento.

Dejemos a un lado lo sobrenatural, porque es bastante absurdo de base. Si una entidad tiene la capacidad de pasar de una dimensión a otra y lo hace exclusivamente para abrir los cajones de nuestras cocinas y «atormentarnos», dicha entidad resulta muy adolescente para mi gusto, dedicarse a eso en lugar de utilizar todo ese poder para algo más interesante, válgame dios, desperdiciar así la vida después de la muerte.

Todos, sin excepción, hemos experimentado pérdidas, unas más dolorosas que otras, algunas que parecen imposibles de superar en lo que nos queda de vida… otras en lo que queda del fin de semana. La parte más importante de la pérdida es el duelo, la forma en la que sobrellevamos el dolor, que generalmente está viciada por excesos de televisión, películas románticas, discografía empapada en lágrimas, memes con mala ortografía y prácticas dudosas (como mezclar aguardiente y rancheras) aprendidas de familiares y amigos. 

El cerebro humano es la computadora más poderosa a la que podemos acceder, sin embargo tiene un lado oscuro, es brutalmente adicto a una sola cosa: el placer. Al final somos saquitos de sustancias químicas, unos más agradables a la vista que otros, pero saquitos rellenos de lo mismo. Así funcionamos, de acuerdo a los niveles de diferentes sustancias en el organismo… Y la sociedad de consumo en la que vivimos nos ha llevado al descontrol total. Nos acostumbramos, nos enviciamos a algo (en estos tiempos las personas caemos tristemente en esa clasificación) que nos genera placer y luego padecemos severos síndromes de abstinencia cuando no se puede volver a tener aquello que el cerebro añora.

Faltos de sentido, vamos tristes y vacíos por la vida como ella en la canción de Héctor Lavoe. Pero el cerebro nos quiere vivos y busca donde sea su droga favorita: endorfinas. Para unos están en la acumulación de cosas, comprar y guardar basura innecesaria; para otros está en la comida (generalmente el placer viene del sodio o la sacarosa); otros cerebros necesitan de esfuerzo físico y prefieren las maratones verticales y horizontales, orgasmos con y sin ropa; los que se andan con menos rodeos optan por la euforia del alcohol y las drogas; el entretenimiento, desde el fútbol, pasando por Netflix, terminando en cualquier iglesia de fanáticos que será refugio de otros tantos; y para los más «oscuros» habrá placer en el sufrimiento físico y emocional. Todos (en esto no hay excepción a menos de que hablemos de alguien falto de cerebro, pero incluso todos los fascistas son adictos al poder o a la plata, además de la violencia) padecimos, padecemos y seguiremos padeciendo cualquier adicción con mayor o menor intensidad.

Algo nos llama, algo nos gusta, algo se vuelve irresistible y necesario y entre más alto el subidón, más insostenible la adicción, más dañina, y más violenta será la caída en el tiempo de abstinencia. Los fantasmas, apariciones casi reales en una ventana, sentados al lado nuestro en el sofá o un par de ojos café del otro lado de la mesa en el restaurante, sombras que recorren altivas el mismo pasillo, quizás ocupando un espacio en la cama; una suerte de nostalgia es el intento último del cerebro por volver a lo mismo. De hecho, spoiler alert, al final del cuento de Joyce, Gabriel puede ver el fantasma de Michael Furey a través de la ventana, el fantasma que ha acechado a su esposa Gretta ahora le acecha también a él… aunque en términos reales, de Furey ya no quedan sino los huesos enterrados en una tumba ahora cubierta por la nieve.

Viene de Recuerdos inventados y también continuará…

Pd. Es importante releer la historia de El Diplomado, por lo menos para recordar el concepto de Doppelgänger.

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